Frase de la semana

Frase de la semana

sábado, 9 de febrero de 2013

Vistazo exclusivo Requiem - 02 Hana - 03 Delirium


La segunda parte de este vistazo exclusivo narrado por Hana.... XD

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Hana

¿Quieres saber mi oscuro y profundo secreto? En la escuela de Domingo, solía hacer 
trampa en los exámenes.

Nunca me podía concentrar en el Manual de FSS, ni si quiera de niña. La única sección 
del libro que me interesaba era la de “Legendas e Injusticias,” que está lleno de cuentos populares acerca del mundo antes de la cura. Mi favorita, la historia de Salomón, dice así:
Había una vez, durante los días de la enfermedad, dos mujeres y un infante fueron ante el 
rey. Cada mujer proclamaba que el infante era suyo. Ambas se rehusaban a darle el niño a la  otra mujer y declaraban apasionadamente sus casos, cada una reclamando que moriría de dolor  si el bebe no era de vuelto únicamente a su posesión.
El rey, cuyo nombre era Salomón , escuchó a ambos discursos, y finalmente anunció que 
tenía una solución justa.

—Cortaremos al bebé en dos —dijo él—, y de esa forma cada una de ustedes tendrá una 
porción.

Las mujeres aceptaron que esto era justo, y entonces el verdugo fue traído adelante, y con 
su hacha, rebanó al bebé limpiamente en dos.
Y el bebé nunca lloró, ni siquiera hizo un sonido, y las madres miraban, y después, durante 
mil años, hubo una mancha de sangre en el suelo del palacio que nunca pudo ser limpiada ni  diluida por ninguna sustancia en la tierra…
Debo haber tenido sólo ocho o nueve cuando leí ese pasaje por primera vez, pero realmente me golpeó. Por días no pude quitarme la imagen de ese pobre bebé de la cabeza. Seguía  imaginándolo dividido en el piso de baldosas, como una mariposa clavada detrás de un vidrio.

Eso es lo grandioso de la historia. Es real. A lo que me refiero es, incluso si no pasó de 
verdad —y hay debates sobre la sección de Legendas e Injusticias, y si es históricamente exacto— muestra el mundo verazmente. Recuerdo sentirme igual que ese bebé: partida por sentimientos, dividida en dos, atrapada entre lealtad y deseo.
Así es el mundo enfermo.
Así era para mí, antes de ser curada.
En exactamente veintiún días, estaré casada.Mi madre luce como si fuera a llorar, y casi espero que lo haga. La he visto llorar dos veces en mi vida: una vez cuando se rompió el tobillo y otra el año pasado, cuando salió y encontró que los protestantes habían escalado el cerco, y desgarrado césped, y arrancado su hermoso auto en pedazos.
Al final solo dijo:

—Te ves encantadora, Hana. —Y luego—: Eso un poquito grande en la cintura, sin embargo.
La señora Killegan —“llámame Anne,” me sonrió bobamente, la primera vez que vinimos por una prueba— circula calladamente, fijando y ajustando. Es alta, con descolorido cabello rubio y un aspecto apretado, como si durante años hubiera ingerido varios alfileres y agujas de coser.
—¿Segura que quieres ir con mangas casquillo?
—Estoy segura —dijo, justo cuando mi madre dice—: ¿Crees que lucen muy juveniles?
La señora Killegan, Anne, hace gestos expresivos con una larga y huesuda mano.
—Toda la ciudad estará mirando —dice.
—Todo el país —la corrige mi madre.
—Me gustan las mangas —digo, y casi agrego, es mi boda. Pero eso ya no es enteramente cierto, no desde los Incidentes en Enero, y la muerte del alcalde Hargrove. Mi boda le pertenece a la gente ahora. Eso es lo que todo el mundo lleva diciéndome por semanas. Ayer recibimos una llamada del Servicio Nacional de Noticias, preguntándonos si podían distribuir la  grabación, o enviar so propio equipo de televisión a filmar la boda.
Ahora, más que nunca, el país necesita su símbolo.
Estamos paradas en frente de un espejo de tres caras. El ceño de mi madre está reflejado desde tres ángulos distintos.

—La señora Killegan tiene razón —dice, tocándome el codo—. Veamos como luce a tres 
cuartos, ¿de acuerdo?
Sé que es mejor no discutir. Tres reflejos asienten simultáneamente; tres chicas idénticas con idénticos cabos de rubio trenzado en tres idénticos vestidos blanco desnatado que 
llega al piso. Ya casi ni me reconozco. He sido transfigurada por el vestido, por las brillantes  luces en el probador. Toda mi vida he sido Hana Tate.

Pero la chica en el espejo no es Hana Tate. Es Hana Hargrove, a punto de ser esposa del 
que pronto será alcalde, y un símbolo de todo lo que es correcto sobre el mundo curado.
Un camino y una ruta para todos.—Déjame ver qué tengo en la parte de atrás —dice la señora Killegan—. Te declinaremos por un estilo diferente, sólo para que tengas una comparación. —Se desliza a través de la  usada alfombra gris y desaparece en el depósito. Por la puerta abierta, veo docenas de vestidos enfundados en plástico, colgando lánguidamente en bastidores de prendas de vestir.
Mi madre suspira. Ya hemos estado aquí por dos horas, y estoy empezando a sentir como un espantapájaros: rellena y hurgada y cosida. Mi madre se sienta en un descolorido taburete al lado de los espejos, sosteniendo su cartera remilgadamente en su regazo para que no toque la alfombra.

La tienda de bodas de la señora Killegan siempre ha sido la mejor de Portland, pero, 
también, ha sentido claramente los persistentes efectos de los Incidentes, y las enérgicas medidas de seguridad implementadas por el gobierno en consecuencia. El dinero es apretado  para casi todos, y se nota. Una de las ampolletas está quemada, y la tienda tiene un olor rancio, como si no hubiera sido limpiado recientemente. En una pared, un motivo de moho ha empezado a burbujear en el papel pintado, y más temprano noté una gran mancha marrón en uno de los estropeados sofás. La señora Killegan me atrapa mirando y casualmente echó un chal para ocultarlo.

—Realmente luces encantadora, Hana —dice mi madre.
—Gracias —digo. Sé que luzco encantadora. Puede sonar egoísta, pero es la verdad.
Esto, también, ha cambiado desde la cura. Cuando no estaba curada, incluso si la gente 
me decía siempre que era bonita, nunca me sentía así. Pero después de la cura, una pared apareció dentro de mí. Ahora veo que sí, soy bastante simple e indiscutiblemente hermosa.
También ya no me importa.

—Aquí estamos. —La señora Killegan reemerge desde el fondo, sosteniendo varios vestidos envueltos en plástico sobre su brazo—. No te preocupes, querida —dice—. Encontraremos el vestido perfecto. De eso se trata todo, ¿no?
Arreglo mi rostro en una sonrisa, y la chica bonita en el espejo arregla su rostro conmigo.
—Por supuesto —digo.

Vestido perfecto. Pareja perfecta. Una perfecta vida de felicidad.
La perfección es una promesa, y la seguridad de que no estamos equivocados.
La tienda de la señora Killegan está en el Puerto Viejo, y mientras emergemos hacia la 
calle inhalo el aroma familiar a algas secas y madera vieja. El día es brillante, pero el viento es frío fuera de la bahía. Sólo un par de botes están balanceándose en el agua, mayoritariamente buques pesqueros o plataformas comerciales. Desde la distancia, los amarres de madera salpicados lucen como cañas creciendo en el agua.

Las calles están vacías excepto por dos reguladores y Tony, nuestro guarda espaldas. 
Mis padres decidieron contratar servicio de seguridad justo después de los Incidentes, cuando el padre de Fred Hargrove, el alcalde, fue asesinado, y se decidió que yo dejaría la universidad y me casaría lo antes posible.

Ahora Tony viene a todos lados con nosotros. En sus días libres, envía a su hermano, 
Rick, como sustituto. Ambos tienen cuellos gruesos y cortos y brillantes cabezas calvas. Ninguno de los dos habla mucho, y cuando lo hacen, nunca tienen nada interesante que decir. 

Ese era uno de mis mayores miedos sobre la cura: que el procedimiento me cambiara de 
alguna manera, e inhibiera mi habilidad para pensar. Pero es lo contrario. Pienso más claro ahora. De ciertas maneras, incluso siento las cosas más claramente. Solía sentirme con una clase de febrilidad; estaba llena de pánico y ansiedad y deseos compitiendo. Habían noches en que apenas dormía, días en que sentía que mi interior intentaba arrastrarse fuera de mi garganta.
Estaba infectada. Ahora la infección se ha ido.
Tony está inclinado contra el auto. Me pregunto si ha estado en esta posición por las 
tres horas que estuvimos donde la señora Killegan. Se endereza mientras nos acercamos, y 
abre la puerta para mi madre.

—Gracias, Tony —dice—. ¿Hubo algún problema?
—No, señora.
—Bien. —Se mete en el asiento de atrás, y me deslizo después de ella. Hemos tenido este auto por sólo dos meses, es un remplazo por el que fue destrozado, y un par de días después de que llegó, mi mamá salió de la tienda para encontrar que alguien había escrito la palabra CERDO con una llave en la pintura. Secretamente, creo que la verdadera motivación de mi madre para contratar a Tony fue para proteger el auto nuevo.
Después de que Tony cierra la puerta, el mundo exterior a las ventanas tintadas se tiñe 
de azul oscuro. Enciende la radio y pone el SNN, el Servicio Nacional de Noticias. Las voces de los comentaristas son familiares y tranquilizadoras.

Reclino mi cabeza y observe como el mundo empieza a moverse de nuevo. He vivido en 
Portland toda mi vida y tengo memorias de casi todas las calles y esquinas. Pero estas, también, parecen distantes ahora, sumergidas con seguridad en el pasado. Hace una vida solía  sentarme en una de esas bancas para picnic con Lena, atrayendo gaviotas con migas de pan. 

Hablábamos sobre volar. Hablábamos sobre escapar. Era cosa de niños, como creer en unicornios y magia.Nunca pensé que realmente lo haría.
Mi estómago duele. Me doy cuenta que no he comido desde el desayuno. Debo tener 
hambre.

—Semana ocupada —dice mi madre.
—Sí.
—Y no te olvides, The Post quiere entrevistarte esta tarde.
—No me he olvidado.
—Ahora sólo tenemos que encontrarte un vestido para la inauguración de Fred, y todo 
estará listo. ¿O decidiste ir con el amarillo que vimos en Lava la semana pasada?
—Aún no estoy segura —digo.
—¿A qué te refieres con que no estás segura? La inauguración es en cinco días Hana. 
Todos te estarán mirando.
—El amarillo, entonces.
—Por supuesto, no tengo idea de lo que usaré yo.

Pasamos el West End, nuestro viejo vecindario. Históricamente, el West End ha sido hogar para muchos de los adinerados en la iglesia y el campo médico: sacerdotes de la Iglesia de 
Nueva Orden, funcionarios del gobierno, doctores e investigadores en los laboratorios. Por eso  no hay duda por qué fue atacada tan fuertemente durante los motines seguidos de los Incidentes.
Los motines fueron sofocados rápidamente; todavía hay mucho debate sobre si los motines representaron un movimiento real o si fueron un resultado de furia mal dirigida y las  pasiones que estamos intentando tanto erradicar. Aún así, muchas personas sintieron que el  West End estaba muy cerca del centro de la ciudad, muy cerca de los vecindarios más problemáticos, donde los simpatizantes y resistentes se ocultan. Muchas familias, como la nuestra, 
nos alejamos ahora de la península.

—No te olvides, Hana, debemos habar con el catering en lunes.

—Ya sé, ya sé.

Tomamos Danforth hacia Vaughan, nuestra vieja calle. Me inclino hacia adelante levemente, intentando echar un vistazo a nuestra vieja casa, pero el árbol de hoja perenne de los Anderson la oculta casi completamente de mi vista, y lo único que consigo es un flash del techo verde a dos aguas.
Nuestra casa, como la de los Anderson continua a esta y la de los Richard al frente, está 
vacía y probablemente permanecerá así. Aún, no vemos ni un letrero de en venta. Nadie puede permitirse comprar. Fred dice que el congelamiento económico se mantendrá por al menos un par de años, hasta que las cosas comiencen a estabilizarse. Por ahora, el gobierno necesita reafirmar su control. La gente necesita ser recordada de su lugar.
Me pregunto si los ratones ya están encontrando su camino a mi vieja habitación, dejando excrementos en el pulido piso de madera, y si las arañas han empezado sus redes en las 
esquinas. Pronto la casa lucirá como Brooks 37, estéril, casi con apariencia masticada, colapsando lentamente de podredumbre de termitas. 
Otro cambio: puedo pensar en Brooks 37 ahora, y en Lena, y en Alex, sin la sensación estrangulada.

—Y apuesto que nunca revisaste la lista de invitados que dejé en tu cuarto.
—No he tenido tiempo —digo ausentemente, manteniendo mis ojos sobre el paisaje patinando por nuestra ventana.

Maniobramos por Congreso, y el vecindario cambia rápidamente. Pronto pasamos una 
de las dos gasolineras de Portland, alrededor de la cual un grupo de reguladores hace guardia, las pistolas apuntando hacia el cielo; luego tiendas de dólares y una lavandería con un descolorido toldo naranja; un delicatesen con pinta sucia.
De repente mi madre se inclina adelante, poniendo una mano en la parte trasera del 
asiento de Tony. 

—Enciende esto —dice afiladamente.
Él ajusta el dial del salpicadero. La voz de la radio se hace más fuerte.
—Tras la reciente epidemia en Waterbury, Connecticut…
—Dios —dice mi madre—. No otra más.
—… todos los ciudadanos, particularmente aquellos en los cuadrantes más al sur, han sido 
fuertemente alentados a evacuar a casas temporales en el vecindario Bethlehem. Bill Audry, jefe de las Fuerzas Especiales, ofreció tranquilidad a los ciudadanos preocupados. “La situación está bajo control,” dijo durante su discurso de siete minutos. “El personal militar municipal y estatal están trabajando juntos para contener la enfermedad y para asegurar que la zona será acordonada, limpiada, y desinfectada lo más pronto posible. No hay absolutamente ninguna razón para temer contaminaciones posteriores…

—Es suficiente —dice mi madre abruptamente, volviendo a sentarse—. No puedo escuchar más.

Tony empieza a jugar con la radio. La mayoría de las estaciones son solo estática. El mes
pasado, la gran historia fue el descubrimiento del gobierno de longitudes de ondas que habían sido cooptadas por los Inválidos para su uso. Fuimos capaces de interceptar y decodificar varios mensajes críticos, lo que llevó a una redada triunfal en chicago, y al arresto de media do-cena Inválidos clave. Uno de ellos era el responsable de la planificación de la explosión en Washington D.C. el otoño pasado, una explosión que mató a veintisiete personas, incluyendo a una madre y su hijo.

Estaba agradecida cuando los Inválidos fueron ejecutados. Algunas personas se quejaron que la inyección letal era demasiado humana para terroristas convictos, pero yo pensé 
que enviaba un mensaje poderoso: nosotros no somos los malos. Somos razonables y compasivos. Representamos la justicia, estructura y organización.
Es el otro lado, los no curados, los que traen el caos.

—Es tan repugnante —dice mi madre—. Si empezáramos a bombardear con el primer 
problema… ¡Tony, ten cuidado!

Tony frena en seco. Los neumáticos chirrían. Ruedo hacia adelante, evitando por poco 
rajarme la frente en el apoyo para cabezas delante de mí antes de que mi cinturón de seguridad me tire hacia atrás. Hay un fuerte golpe. El aire huele a goma quemada.

—Mierda —está diciendo mi madre—. Mierda. En el nombre de Dios, ¿qué…?
—Lo siento, señora, no la vi. Salió de entre los contenedores de basura...
Una chica joven está parada enfrente del auto, sus manos descansando planas sobre el 
capó. Su pelo tiene forma de tienda de campaña alrededor de su delgada, estrecha cara, y sus ojos están grandes y aterrorizados. Luce vagamente familiar
Tony baja su ventana. El olor a contenedores de basura, hay varios, alineados uno a cada 
lado del otro, flota dentro del auto, dulce y podrido. Mi madre tose, y ahueca una palma sobre su nariz.

—¿Estás bien? —Grita Tony, estirando su cabeza fuera del vidrio.
La chica no responde. Está jadeando, prácticamente hiperventilada. Sus ojos patinan por 
Tony a mi madre en el asiento trasero, y luego a mí. Un sobresalto corre a través de mí.
Jenny. La prima de Lena. No la he visto desde el verano pasado, y está mucho más delgada. Luce mayor, también. Pero es ella sin lugar a dudas. Reconozco la llamarada de su nariz, su orgullosa y mordaz barbilla, y sus ojos.

Ella me reconoce, también. Puedo notarlo. Antes de que pueda decir nada, quita sus manos de encima del capó del auto y se precipita por la calle. Está usando una vieja mochila manchada de tinta que reconozco como una heredada de Lena. A través de uno de sus bolsillos dos nombres están coloreados en burbujeantes letras negras: el de Lena, y el mío. Lo escribimos sobre su mochila en séptimo grado, cuando estábamos aburridas en clase. Ese fue el día en que por primera vez se nos ocurrió nuestra pequeña palabra en código, nuestro grito de ánimo, que luego nos decíamos en voz alta en juntas nacionales de Cross. Halena. Una combinación de ambos nombres.—Por el amor de Dios. Uno pensaría que esa chica es lo suficientemente grande para saber que no hay que lanzarse enfrente del tráfico. Casi me da un ataque cardíaco. 

—La conozco —digo automáticamente. No puedo quitar la imagen de los grandes y oscuro ojos de Jenny, su pálido rostro esquelético.

—¿A qué te refieres con que la conoces? —Mi madre se vuelve hacia mí.
Cierro mis ojos e intento pensar en cosas pacíficas. La bahía. Gaviotas revoloteando en 
el cielo. Ríos de impeccable tela blanca. Pero en vez veo los ojos de Jenny, los filosos ángulos de sus mejillas y su mentón.

—Su nombre es Jenny —digo—. Es la prima de Lena…
—Cuida tu boca —me corta mamá bruscamente. Me doy cuenta, demasiado tarde, que 
no debería haber dicho nada. El nombre de Lena es peor que una maldición en nuestra familia.
Por años, mamá estaba orgullosa de mi amistad con Lena. Lo veía como un testamento 
de su liberalismo. No juzgamos a la chica por su familia, le diría a los invitados que lo trajeran a colación. La enfermedad no es genética; eso es una idea vieja.
Ella se lo tomó casi como un insulto personal cuando Lena contrajo la enfermedad y se 
las arregló para escapar antes de poder ser tratada, como si Lena lo hiciera deliberadamente para hacerla lucir estúpida.
Todos estos años que la dejamos entrar en nuestra casa, diría de la nada, en los días siguientes al escape de Lena.

—Se veía delgada —digo.
—A casa, Tony. —Mi mamá inclina su cabeza contra el reposa cabezas y cierra sus ojos, 
y sé que la conversación ha terminado. 
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Ally Carter